Lo que nadie pudo adivinar
Artículo escrito a finales de 2011 y reproducido en marzo 2015. Debido a la vigencia de su contenido vale la pena leerlo.

A finales de los años cincuenta, por allá entre el quinto y sexto grado, época de grandes hazañas tecnológicas, época del lanzamiento del primer satélite artificial, época del Sputnik y de Laika, la primera perrita en llegar al espacio y orbitar la Tierra, o la del profesor Jacques Piccard y su batiscafo Trieste, ese extraño artefacto sumergible que superó por vez primera los cinco mil metros en las profundidades oceánicas. A ese profesor, segunda generación de una familia de inventores y exploradores, nacido en Bruselas, lo veíamos más en las barajitas coleccionables que en los libros. La mayoría de los muchachos viendo aquellas pequeñas policromías con las que jugábamos “pared”, tratando de “rucharnos”, nos divertíamos imaginando cómo sería el año 2000. Sí, aquel mágico momento, aquella lejana meta para ese entonces, esa fantástica división psicológica que concluiría con nuestro siglo XX y nos conduciría a la no menos fantaseada centuria del XXI.

Había una variada gama de “hipótesis” que brotaban como cotufas de aquellas fértiles y afiebradas mentes, como las de Ángel, el gordito Ramiro, el silencioso Alfonso y de tantos otros chicos de once y doce años. Entre las fantasías más comunes estaban las ciudades submarinas a las que se le llegaría en pequeños sumergibles, y no era para menos, después de conocer las hazañas de Piccard. Pero también entre los favoritos se hallaban los coches voladores que imaginábamos realizando peligrosas piruetas entre los rascacielos de las grandes ciudades. Y ni hablar de las urbes lunares, abovedadas con enormes cúpulas de plástico para retener el vital oxigeno y proteger a la gente y a las edificaciones de las frecuentes lluvias de meteoritos. También pensábamos en los hombres cohete, raspando como locos por los cielos urbanos, y hasta en la televisión tridimensional y en películas con olor, capaces de reproducir los perfumes más embriagantes y las fetideces más repugnantes en sus diferentes escenas.

Llegado al tan esperado año 2000 nos percatamos de que nos habíamos pelado en casi todas nuestras predicciones: entrado ya el siglo XXI nos sonreímos cuando pensamos que no vivimos en ciudades submarinas, ni volamos en coches con alas, ni habitamos la Luna, ni nos elevamos con cohetes a nuestras espaldas, con excepción de Michael Jackson y unos cuantos más, ni vemos películas que suelten cualquier cantidad de efluvios odoríferos. Sólo pegamos lo de la televisión 3D, pero tampoco a la manera como lo habíamos imaginado.

Lo que nunca nadie pudo vislumbrar en las décadas de los cincuenta y sesenta, incluso setenta, es que en nuestro futuro existiría, como la cosa más común, un PC, es decir, una computadora u ordenador personal con la que pudiéramos hacer prácticamente cualquier cosa. El primer PC se comercializó a principios de los ochenta y apenas unos años antes nadie entrevió que tal portento hubiese podido ver luz y menos que estaríamos tan amarrados a él. Mucho menos se fantaseó con Internet, esa Caja de Pandora lanzada apenas hace dos décadas, capaz de albergar en su seno todo lo bueno y lo malo que se le ha ocurrido a la humanidad, desde los utensilios de piedra, de hace tres millones de años, el arte mobiliar, las pinturas rupestres, las pirámides, la filosofía griega, hasta la nanotecnología, las células madres de hoy día, sin olvidar la infinidad de redes sociales por las que millones de personas se comunican permanentemente, los mapas de la Tierra o toda la literatura posterior a Gutenberg. Todos juntos, revueltos, mezclados, empaquetados, comprimidos, no se sabe ni cómo, en uno o varios potes interconectados entre sí (quién sabe si en alguna híper memoria el Quijote yace aprisionado por una columna del Partenón o acostado sobre el post de un sitio gourmet), desde donde saltan de un lado a otro, a la velocidad de la luz, cuando un usuario los requiere en algo que nos hemos acostumbrado llamar “la red”.

Si las computadoras y el Internet eran difíciles de predecir, la posibilidad de profetizar el advenimiento del  popular y efectivo Google, apenas unos años antes de su oficial lanzamiento, no cabría siquiera en mentes tan prodigiosas como las de un Leonardo Da Vinci o creativas como la de un Julio Verne. ¿Quién pudo imaginar en los ochenta, y todavía entrado en los noventa, algo tan impredecible, extraordinario y útil como es el famoso buscador, del cual algunos echamos mano varias veces por hora? Aunque no se crea, el dominio “Google” fue registrado en fecha tan cercana como el 15 de septiembre de 1997, por tanto, es uno de esos milagros del año 2000 que no pudimos adivinar. Sin Google sería imposible desenmarañar y extraer justo lo que necesitamos, en un lugar y momento dados, de entre ese infinito conglomerado de información y conocimientos comprimidos en esa gigantesca Caja de Pandora que es Internet. La gracia de Google, ese inverosímil “encontrador”, es su capacidad de localizar con fina puntería, y en centésimas de segundo, todo lo que nos hace falta ver o saber. Imposible que la humanidad haya podido soñar, vislumbrar o adivinar, en ninguna época, país, institución u “oráculo de Delfos”, la llegada de una herramienta tan sorprendente e imprescindible como nuestra “varita mágica” de cada día.

Con ayuda de Google pudimos extraer de la Caja de Pandora, uno a uno todos los eventos y noticias que se iban generando minuto a minuto sobre la suerte del Protocolo de Kioto, en el seno de la Conferencia sobre Cambio Climático, en la sudafricana ciudad portuaria de Durban, culminado hace una semana. De esta manera pudimos escribir y publicar al instante una serie de artículos basados en lo que iba aconteciendo durante los quince días que se prolongó dicha Cumbre de las Partes. Finalmente supimos la infausta noticia de que el Protocolo de Kioto había sido condenado a muerte, en una predecible conferencia en la que los principales contaminadores, con una u otra excusa, no le quisieron dar continuidad al único instrumento que disponía la humanidad para contrarrestar el calentamiento global. Sin embargo, a pesar de todo,  seguimos siendo optimistas y creemos que será con estas mismas tecnologías que se podrá retomar la dirección perdida y avanzar hacia nuevos compromisos en materia de cambio climático. Quizás será a través de las redes sociales que la gente tome las riendas del calentamiento global, que tampoco nadie pudo imaginar en los años cincuenta -ni redes, ni calentamiento-, al igual que el adelgazamiento de la vital capa de ozono, para obligar a sus representantes o gobiernos tomar las decisiones que tengan que tomar para salvar el paneta de una catástrofe global. Además, vendrán nuevos inventos y descubrimientos, quizás más sorprendentes e impredecibles que los más recientes.

¿Puedes vislumbrar cómo será el mundo dentro de veinte o cincuenta años? Si tu respuesta es positiva, envía tus predicciones. Vamos a jugar. ¿Asumes el reto?

Sandor Alejandro Gerendas-Kiss