Los 1950 fueron tiempos de sentimientos mezclados. La Segunda Guerra Mundial recién había terminado. El olor a pólvora no se había esfumado cuando comenzaba la reconstrucción de Europa y Japón. La gente, aunque no olvidaba sus muertos, comenzó a vivir la vida con la esperanza de que la paz y el bienestar serían duraderos. Esa visión de un mundo mejor hizo que muchos comenzaran a tener hijos. El “baby boom” no se hizo esperar y la población se duplicó en apenas cuarenta años, un crecimiento nunca visto en la historia de la humanidad. De tres mil millones de habitantes en 1960 la población pasó a seis mil millones en 2000 y continuó creciendo.

Como si fuera poco, las necesidades se multiplicaron más que la gente. La sociedad de consumo, el abaratamiento de los productos, la nueva publicidad y la masificación de la televisión incrementaron la presión sobre los recursos disponibles en el planeta. Los autos y aviones se reprodujeron como hongos, emitiendo chorros de CO2 a la atmósfera. Los bosques comenzaron a deforestarse de manera hostil para satisfacer los mercados de construcción, muebles y papel. Las poblaciones de fauna comenzaron a disminuir de manera alarmante. Aire, suelo y aguas se contaminaron y degradaron. Las ciudades se transformaron en megápolis hacinadas y contaminadas, donde la polución dificultaría la respiración.

Alertas tempranas que no fueron escuchadas

En aquellos tiempos algunos científicos venían avisando sobre anomalías en el sistema climático de la Tierra. Para sustentar sus advertencias se basaban en sus descubrimientos, sumados a los realizados desde el siglo XIX por sus colegas, los pioneros del clima.

En esa época la prensa comenzó a reseñar estos descubrimientos. American Scientist publicó en 1956 una serie de artículos sobre el tema. En 1957, The Hammond Times, mencionó los términos “calentamiento global” y “cambios climáticos”, y alertó sobre los efectos del uso del CO2 a gran escala. En 1975 Wallace Smith Broecker avisó: “Cambio climático: ¿estamos al borde de un calentamiento global pronunciado?”

En 1972 Suecia y la ONU organizaron la Primera Cumbre de la Tierra. Allí vio luz la Declaración de Estocolmo, equiparable con la Declaración de los Derechos Humanos, orientada hacia la normalización de las relaciones de los seres humanos con el medio ambiente. En sus 26 hermosos enunciados flota el espíritu del “Homo verdaderamente sapiens”. Allí se encuentra todo lo que se debió hacer para frenar el peligro acumulado y por acumularse. Aún estábamos a tiempo.

De la «Gran Aceleración de los 50» a la «Hiper aceleración de los 70»

Ni las alertas de la ciencia, ni las reseñas de la prensa, ni la Cumbre de Estocolmo lograron su cometido. En la segunda mitad del siglo XX la mayoría de los países y corporaciones hicieron lo que les vino en gana. De la «Gran Aceleración de los 50» pasamos a la «Hiper aceleración de los 70», ambas denominaciones acuñadas por hombres de ciencia. De este modo sintetizaban sus prevenciones, pero sus denuncias fueron gritos al silencio, porque no fueron escuchados por la mayoría de los receptores.

En el último cuarto de siglo los científicos continuaron insistiendo. En 1976, la declaración de Mijaíl Budyko, climatólogo ruso, “ha comenzado un calentamiento global”, tuvo gran difusión. En 1979 la Academia de Ciencias de Estados Unidos, encabezada por Jule Charney, describió los efectos del CO2 de una manera más amplia, atribuyendo su uso al incremento del cambio climático. En 1988, James Hansen, climatólogo de la NASA, testificó ante el Senado de Estados Unidos que el calentamiento causado por el hombre ya había afectado considerablemente el clima global. Desde entonces el término calentamiento global se popularizó en la prensa y en el lenguaje coloquial.

La cumbre de Río-92, madre de los grandes retos climáticos del siglo XXI

Así llegamos a la Segunda Cumbre de la Tierra, Rio de Janeiro 1992. Allí se dio continuidad a los 26 imperecederos enunciados de Estocolmo y por ello imposibles de engavetar. En la capital brasileña se saludó al ya cercano siglo XXI con ánimo de frenar lo que se había acelerado. Río-92 produjo siete documentos preponderantes. Fueron siete retos para enfrentar los problemas de la Tierra:

La «Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo”. La “Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático” (CMNUCC). Las “COP, Conferencias de la Partes”, reuniones anuales, sobre cambio climático. La “Declaración de principios relativos a los bosques”. La “Convención de la lucha contra la desertificación”. El “Convenio sobre la diversidad biológica” y La “Agenda 21”, una detallada guía para promover el desarrollo sostenible. Más completo imposible.

Pero los documentos resultaron muy teóricos, flexibles y propensos a extraviarse en las marañas burocráticas y ser devorados por las fauces de la corrupción. En su mayoría con carácter no vinculante, puesto que dejaban al libre albedrío de los países las soluciones a las enfermedades de la Tierra. Resultaron difíciles de controlar y fáciles de evadir. El camino quedaba abierto a la soberanía nacional como escudo protector contra algún “intento injerencista”, aun cuando se tratara de preservar la vida de miles de millones de seres que compartimos este privilegiado hábitat azul.

El nacimiento del Protocolo de Kioto

El planeta quedaba desprotegido si no se hacía algo urgente. Así surgió la idea de crear un convenio climático que obligara a los países a cumplir las recetas de la Segunda Cumbre de la Tierra. Para ello, qué mejor que utilizar la recién creada herramienta, la COP, en la que se reuniría anualmente la casi totalidad de las naciones de la Tierra para hacer seguimientos a los problemas del cambio climático. En teoría, la “conferencia de las partes” era la solución para avanzar en los diversos temas de Río-92.

La COP1 se realizó en Bonn, en 1995. Fue en esta ciudad alemana donde se inició la negociación de un protocolo climático que quedó listo para su presentación en la COP3. Tocó a la hermosísima y pintoresca Kioto, apacible y amable ciudad japonesa, bautizarlo con su nombre. Así nacía el Protocolo de Kioto, el 11 de diciembre de 1997. Entró en vigor ocho largos años después, el 16 de febrero de 2005. El documento de Kioto fue un gran logro y una gran esperanza para el mundo, la primera consecuencia tangible de la Cumbre de Río-92.

La noticia corrió como reguero de pólvora y por vez primera cantidad de hombres y mujeres ingresaron Protocolo de Kioto a su vocabulario, junto a otros conceptos relativos al medioambiente y a los síntomas de la Tierra. Frases como calentamiento global, cambio climático, efecto invernadero, combustibles fósiles, dióxido de carbono y otras, se repetían cada vez con mayor frecuencia en todo el planeta.

Todo parecía ir sobre rieles

El Protocolo de Kioto se perfilaba como uno de los documentos más importantes y esperanzadores de la humanidad para regular las actividades antropogénicas, capaz de recuperar el medio ambiente global. Sin embargo, al trascendental documento Kioto le tocó recorrer un tortuoso camino que culminó con su colapso en doce años. ¿Quiénes lo derribaron? ¿Cuál era su contenido? ¿Cuál su espíritu? Son preguntas lógicas para quien no está adentrado en el tema.

Comenzaremos por responder la última de ellas. El espíritu con el que se redactó el Protocolo de Kioto representó el compromiso para reversar los daños que los humanos habíamos hecho a la Tierra. Era el primer documento regulatorio del clima del planeta. Tener un acuerdo que sería firmado por la mayoría de los países de la Tierra fue algo que inspiró a muchas personas. En teoría, se iniciaba la recuperación del tiempo perdido en la segunda mitad del siglo XX, ya casi en el umbral del nuevo milenio.

En cuanto al contenido, las naciones mostraron por primera vez estar de acuerdo con que las emisiones de gases de efecto invernadero representaban un riesgo y reconocían que había que controlarlas. Los países industrializados se comprometieron a una serie de medidas para reducir dichas emisiones. La meta se fijó en 5% menos de los niveles prevalecientes en 1990, que debía lograrse entre 2008 y 2012.

¿Por qué no se dio la buena noticia en Copenhague?

Finalmente arribamos a la tan esperada COP15, reunión que levantó una inmensa expectativa. Se pensaba que le tocaría a la capital danesa el privilegio de dar las buenas noticias al mundo mediante el anuncio de un nuevo protocolo para la disminución de emisiones de GEI. En términos cuantificables Kioto significaba la reducción de emisiones de CO2 a menos de 50% para 2050 respecto a 1990, a través de su innovador mercado de carbono, supuestamente ideado para luchar contra el calentamiento global.

Sin embargo, faltando tres semanas para el inicio de la COP15, China y Estados Unidos se reunieron en Tailandia y decidieron que los acuerdos de Copenhague no tendrían carácter vinculante, de manera que la suerte de la Cumbre estaba echada antes de comenzar.

En la última noche de la COP15 los presidentes de China, Estados Unidos, India, Brasil y Suráfrica, sin la presencia de los representantes europeos, ni los demás países, realizaron una reunión a puertas cerradas para derribar el Protocolo de Kioto. En apenas tres folios redactaron un acuerdo no vinculante que ni siquiera fue sometido a votación. Finalmente solo fue expuesto a la toma de conocimiento de los asistentes, junto a la promesa de que a principios de 2010 se trabajaría en una plataforma política, base para construir compromisos jurídicos vinculantes en la COP16. El sueño de Kioto había terminado.

Como era de esperarse, la cumbre fue calificada de fracaso y desastre por muchos gobiernos y organizaciones ecologistas. Allí se enterró el Protocolo de Kioto, pues ninguno de los intentos que posteriormente se realizaron lograron revivirlo.

Hemos dejado pasar demasiado tiempo.

Ya no se puede postergar más las acciones para detener el cambio climático. Ahora le toca entrar en escena al sucesor del Protocolo de Kioto, el Acuerdo de París, que está supuesto a activarse en la COP26 Glasgow 2020, un año que se perfila de mucha tensión y pleno de incertidumbres.

Nuestro gran desafío es derrotar las nubes negras en el horizonte. Los negacionistas del cambio climático siguen allí, ocultos en las sombras, detrás de baterías de teclados, multiplicando sus campañas de odio y desinformación a través de las redes sociales, con su ‘jajaganda’, poderosa arma de burla e insulto para socavar la credibilidad de personas e instituciones y confundir la audiencia con relativa facilidad.

El bien debe imponerse sobre el mal para salvar la vida en la Tierra. Contra viento y marea todos debemos poner nuestros cerebros, corazones, brazos y piernas para que el Acuerdo de París corra con mejor suerte que su antepasado de Kioto. Quizás estamos frente al último desafío del Homo sapiens.

Sandor Alejandro Gerendas-Kiss