La humanidad siempre ha tenido una especial inquietud por saber lo que le depara el destino. Los populares y universales horóscopos, las cartas del tarot, la baraja, la bola de cristal o la quiromancia, son las mejores pruebas de esta necesidad humana. Los griegos acostumbraban acudir al oráculo de Delfos, un santuario dedicado al Dios Apolo, para  solicitar una respuesta, pedir un consejo o conocer lo que les tenía preparado el porvenir. El oráculo estaba al pie del monte Parnaso. Los requerimientos de los helenos eran satisfechos por las pitias o pitonisas, las sacerdotisas del templo que las interpretaban y comunicaban las respuestas a los solicitantes.

En cambio ahora, nuestro futuro se escribe con letras de carbono sobre la atmósfera. El lenguaje se llama PPM-CO2, partes por millón de dióxido de carbono, y el templo de Delfos del siglo XXI no está al pie del monte Parnaso sino en Hawái y es el Observatorio de Mauna Loa. La cuestión no es mitología, superstición o religión. Es un mensaje que la ciencia ha podido leer, los medios difundir y la humanidad recibir. Los humanos, en su mayor parte, han hecho caso omiso a estos mensajes de alerta temprana, que nos están anunciando mayor calentamiento global para el futuro y un cambio climático más severo.

Al reloj se le está acabando la arena. ¡¡¡Que se les va haciendo tarde!!! Gritan las cada vez más oscuras letras de carbono. Pero pocos quieren escuchar. Hasta las arenas de la Tierra las hemos acabado.

En 1750, a inicios de la Revolución Industrial, el CO2 se hallaba en 280 PPM, en 1972 en 330 PPM, en 1992 en 360 PPM. La marca psicológica de 400 PPM se quebró en 2016 y desde entonces ha subido a 415 PPM, cifra proporcionada por Mauna Loa, el 19 de mayo de 2019. Cifras de 400 PPM no habían ocurrido desde hace tres millones de años.

Las PPM de CO2 son las más precisas y preciosas indicadoras de nuestro porvenir. Son nuestras amigas y enemigas a la vez. Dependerá de nosotros con cual nos quedemos. Son amigas porque sin ellas no habría efecto invernadero natural, fenómeno clave para que la Tierra se haya poblado de una biodiversidad envidia de los otros planetas. Son enemigas porque nos pueden freír si no tomamos en serio sus advertencias.

Las PPM de CO2 son medibles, son reales, están allí, flotando en la atmósfera para ser cuantificadas cada vez que queramos. Con ellas no hay espacio para el terreno subjetivo. Gracias a la ciencia tenemos algo extraordinario entre manos. Desde esta perspectiva las letras de carbono nos dan superpoderes para evitar el apocalipsis. Es nuestra responsabilidad hacerles caso.

Sin embargo, sus negras grafías muchos no las leen porque no tienen tiempo para mirar hacia el firmamento. Además, para muchos Mauna Loa es un chiste, el calentamiento un cuento chino y Greta Thunberg solo hace muecas, grita y llora. Para hacerle críticas a Greta si les sobra tiempo y espacio.

Habría que preguntarles a los científicos si pueden predecir las consecuencias de 425, 450, 475 o 500 PPM en la atmósfera, en caso de que le fallemos al Acuerdo de París. Quizás puedan darnos sus aproximaciones de las temperaturas que nos esperan en cada uno de esos escalones. Pero para la ciencia es más complejo predecir que va a ocurrir en cada peldaño. Por ejemplo, cómo se afectarían los ecosistemas de la Tierra con 475 PPM de CO2.

La razón es que faltan muchas piezas para completar el rompecabezas. Las piezas son las alteraciones de las variables bióticas y abióticas que pudieran presentarse en millones de combinaciones y variaciones, debido a un descontrolado incremento de la temperatura global. Son millones de eslabones de cadenas tróficas que aún no se conocen en pluviselvas, bosques, desiertos y otros biomas del mundo. Si salta un eslabón el anterior muere por falta de alimento, mientras que el posterior, al desaparecer su depredador acelera su crecimiento poblacional.

Sin data suficiente sobre las cadenas tróficas no hay capacidad para poder construir modelos ni escenarios. Son millones de especies que conforman la biodiversidad, interactuando entre sí en esa delgada capa que rodea la Tierra llamada biósfera, compuesta por agua, aire y suelo, en todas partes del planeta.

Su estudio no se ha completado debido a su complejidad. Debido a ello ni con ayuda de la inteligencia artificial pudiéramos anticipar cuáles eslabones van a saltar primero, ni cuáles serían sus consecuencias. Sin data ni incógnitas no hay ecuación que pueda resolverse.

La ciencia está en capacidad de saber si la superficie de los desiertos ha aumentado o disminuido; si hay más o menos plásticos en los océanos; cuánta área de una superficie forestal se quema cada año; cuánto ha disminuido la población de vertebrados en medio siglo y muchas otras informaciones. Todo esto se ha hecho y el resultado es que cada vez estamos peor, con excepción del inicio del cierre de los agujeros de ozono, como resultado de los acuerdos alcanzados por medio del Protocolo de Montreal.

Pero la ciencia no puede decirnos qué cantidad de calor hace falta para romper los sellos del permafrost, estos desiertos helados, milenarios sumideros de carbono que abarcan enormes extensiones en el norte terrestre, en Rusia, Noruega, Tíbet, Canadá, Alaska y en un par de islas del Atlántico sur. Tampoco puede calcular la probabilidad que existe para que se abran las turberas de Indonesia por mal manejo humano. En ambos casos, si se rompieran, se liberarían chorros de toneladas de CO2 al espacio y la temperatura global se incrementaría violentamente a “X” grados, otra incógnita imposible de calcular.

De modo que estos peligros que hemos repasado fugazmente, y visto que no son nada fáciles de medir ni controlar, son una espada de Damocles que penden sobre nuestras cabezas. Estas amenazas no son tan sencillas de medir como las PPM de CO2 en la atmósfera. Por ello decíamos que si las convertimos en nuestras amigas es mucho lo que nos pudieran ayudar. Para nuestra suerte, mediante ellas casi todos los problemas de la Tierra se pueden controlar, y así comenzar a andar el camino de la resiliencia.

Por ahora lo mejor que podemos hacer es reducir drásticamente nuestras emisiones de CO2, abandonar la  quema de combustibles fósiles, reducir la tala de árboles en selvas y bosques, abandonar las bolsas y botellas de plástico y proteger la fauna que aún no se ha extinguido. Para ello debemos implementar las recetas del desarrollo sostenible y hacer cumplir al pie de la letra el Acuerdo de París. Si esto se logra, podremos frenar el crecimiento de las PPM de CO2.

Estamos a las puertas de 2020, año crucial en el que debe entrar en vigor el Acuerdo de París, otro instrumento que servirá para saber lo que nos espera. Si algunos se retiran y otros sin retirarse no lo cumplen, el Acuerdo de París será otro mensajero que avisa del futuro que nos espera.

La humanidad toda debe unirse en un solo bloque y hacer esfuerzos heroicos para evitar que la pesada espada caiga sobre nosotros. Todos debemos estar pendientes del nuevo alfabeto, esas letras de carbono escritas sobre ese enorme pizarrón azul llamado atmósfera.

Sandor Alejandro Gerendas-Kiss