Hace un par de noches miraba con mi esposa uno de estos programas de remodelación y decoración de casas. Estaba medio somnoliento cuando de pronto me sobresalté al ver un depósito lleno de troncos de madera. Obviamente no era la primera vez que veía algo así. La diferencia era el tamaño del lugar y el voluminoso “inventario” que el reality mostraba.

El enorme sitio estaba lleno de árboles muertos, esos que dimos por llamar troncos luego de cortarlos y pasarlos por procesadoras que en segundos mutilan sus brazos vegetales, esos que bautizamos como ramas, y se deshacen de sus pequeños órganos respiratorios, a los que alguien una vez les puso hojas por nombre. Los árboles son seres indefensos porque no pueden correr, volar o nadar como cualquier bicho de pelos, plumas o escamas. El árbol es la presa más fácil para nuestra especie. No porque no podamos cazar una ballena azul, el más voluminoso y pesado representante del reino animal. Con nuestro ingenio, armas y municiones no hay presa que se nos escape por mayor, rápida o feroz que sea. De un tiro de fusil podemos derribar a un temible y acorazado rinoceronte para extraerle su cuerno y con otro tiro a un enorme y amable elefante para hacernos de sus colmillos. Es una guerra asimétrica, demasiado dispareja la que estamos librando sin cuartel y “ganando” de mala manera a las demás especies, nuestros biodiversos vecinos con quienes compartimos este condominio azul llamado Tierra.

Mientras la vendedora explicaba a la decoradora, su cliente habitual, los diferentes tipos de madera disponibles, a sus espaldas se observaba la dinámica y los volúmenes que se manejaban en el sitio. Se veía cómo llegaban camiones y camiones desbordados de su preciada carga. Mucho más atrás una pesada locomotora arrastraba decenas de vagones, también cargados con centenares de troncos recién cortados, que en minutos se unirían a los ya existentes, depositados en un terraplén tan enorme que no podían ser abarcado con una sola mirada. Sin exagerar, allí no habría menos de 50 o 100 mil árboles muertos, esperando ser rebanados como panes, que habrían dejado tras de sí unos dos millones de metros cuadrados de bosques deforestados.

–Hay marrones pálidos, oscuros, rojos, dorados y hasta negros –recitaba la vendedora, con un terminal de pedidos en la mano que parecía que ni los nombres de las bellas especies arbóreas conocía, ni le importaba conocer, puesto que todo se manejaba a través de códigos inteligentes.

Si nos pudiéramos introducir dentro del ser de un árbol, escondernos tras su gruesa corteza, convertirnos en su pulpa, en el propio leño o madera, temblaríamos al ver a un Homo sapiens acercarse con una moto sierra en la mano. Si nuestras raíces lo permitieran, correríamos al escuchar el atronador ruido de un bulldozer manejado por un humano. Lloraríamos al ver sucumbir a nuestros padres y hermanos vegetales al desplomarse a tierra tras los golpes de hachas de los hombres. Emitiríamos alaridos al sentir los dientes de la sierra morder nuestro cuerpo, gritos y llantos que reverberarían ida y vuelta a lo largo del bosque o la selva lluviosa.

Matar un árbol es un crimen, más ahora en este siglo XXI, después que la catástrofe de Borneo es un hecho consumado, llevado a cabo en las tres últimas décadas del siglo pasado, en la tercera isla más grande del mundo. Los hechos de Borneo ocurrieron bajo el gobierno de un militar corrupto, que se aferró al poder con la cooperación de sus generales más cercanos. Para ganarse su lealtad les entregó concesiones para deforestar grandes lotes de la húmeda selva hasta dejarla en 2/3 deforestada. Los países receptores y las empresas involucradas también comparten responsabilidad en lo ocurrido, no solo en contra de la vegetación, sino de las especies animales que perdieron sus hábitats y vieron mermar sus poblaciones, algunos a nivel de extinción, así como también en contra de la propia humanidad que vio desaparecer uno de los pulmones vegetales más importante del planeta.

Fue tal la magnitud del ecocidio que Borneo se convirtió, en las décadas de 1980-1990, en la mayor exportadora de maderas del mundo, incluso por encima del Amazonas y África juntos. De este modo, los hermosos y variados troncos de Borneo terminaron como casas de madera, pisos de parqué, muebles, papel, ganchos para ropa y otros artefactos.

Con su acción los responsables no solo cambiaron el paisaje y anularon enormes ecosistemas, sino que rompieron el ciclo natural de la selva y activaron un cambio climático local que ha repercutido más allá de sus fronteras. Se cree que sus efectos pueden haber alcanzado a las lejanas Australia y Chile, donde se han producido los mayores incendios forestales de su historia.

Algunos científicos aseguran que lo que ha sucedido en Borneo es la mayor y más veloz catástrofe ecológica hecha por el hombre en la historia de la humanidad. La deforestación en gran escala convendría ser considerada como biocidio. Esquilmar un bosque debería ser juzgado y castigado como delito de lesa biodiversidad. Lo ocurrido en Borneo es irreversible a corto y mediano plazo. Pero su ejemplo debería servir para que estos hechos no se repitan en otras selvas y bosques del mundo, como el Amazonas. Pero, lamentablemente, nos llegan noticias desde la selva lluviosa suramericana, que indican que en el gran pulmón del mundo la deforestación ya alcanza importantes dimensiones.

Sandor Alejandro Gerendas-Kiss