Terremoto en Japón / Tsunami / Centrales atómicas en crisis
Publicado en marzo de 2011/Reproducido en septiembre 2011

Japón vive su mayor tragedia desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Lo que le está sucediendo al generoso y laborioso pueblo nipón sobrepasa las fértiles mentes creadoras de las más inverosímiles y alucinantes películas o novelas de ciencia ficción. La catástrofe que está en pleno desarrollo era imposible de predecir apenas veinticuatro horas antes. El 10 de marzo de 2011 nadie podía imaginar que un terremoto pondría en alerta una región tan vasta, que comprende las costas asiáticas bañada por las aguas del Pacífico, desde Rusia hasta Indonesia, las de Oceanía y las americanas, desde Alaska hasta Cabo de Hornos, prácticamente del Polo Norte al Polo Sur, nada menos que medio globo terráqueo. Mucho menos se podía presagiar que serían puestos en alerta máxima tres centrales nucleares a la vez, por presentar peligro de fusión de sus reactores.

Todavía no podemos saber cuál va a ser el desenlace de la catástrofe, pero sí que por ser de tan inmensa magnitud y capacidad destructiva, será recordada por siempre. Este desastre debería servirnos para extraer una inmensa cantidad de enseñanzas respecto a la relación Ser Humano-Planeta Tierra. Si bien es cierto que un terremoto –y vaya qué clase de terremoto el de Japón– no se le puede achacar a la mano del hombre, también es cierto que los humanos le hemos perdido el respeto a la naturaleza y nos hemos erigido en seres supremos con derecho a intervenir en lo que sea, desde las cosas más simples hasta ciencias y tecnologías que escapan de la comprensión de cerebros privilegiados, como es el insólito experimento, iniciado por un grupo de científicos, de reproducir artificialmente el Big-Bang, que si llegara a convertirse en realidad, con un sólo golpetazo de tecla de computadora hasta pudiéramos destruir la Tierra, el Sistema Solar, la Vía Láctea y más. Somos demasiado atrevidos, nos creemos todopoderosos. Fukushima, Onagawa y Tokai nos lo están avisando: deben bajarse de su pedestal.

Uno se eriza cuando ve las aterradoras imágenes de esas enormes masas de agua, salidas como de la nada, de repente, sin aviso, aparecen de la bocacalle menos pensada, deslizándose entre coches y pasadizos de edificaciones, y en su veloz recorrido arrasan con todo a su paso, moviendo trenes, automóviles, embrocaciones, casas y edificios como si fueran miniaturas hechas de cartulina, figuritas de plastilina o de origami. La fuerza del agua enfurecida es indetenible, lo arrolla todo y equivale a una bomba de alta potencia que vuelve palillo, pedrusco, chatarra o despojo cualquier cosa, animal o ser humano que se le interponga.

Imaginemos por un momento que si lo sucedido con el tsunami, producto de un sismo y sus réplicas, en áreas de daños relativamente limitadas, qué ocurriría si las costas, playas e islas del mundo, por efecto del calentamiento global, se inundaran simultáneamente con olas de dos, tres o cinco metros, como consecuencia del derretimiento de los glaciares y la liquidación de los bloques polares, fenómenos que ya están ocurriendo y sus efectos los tenemos cada vez más cerca. ¿Cuántas vidas se segarían? ¿Cuántos pueblos y ciudades se destruirían? ¿Cuántas casas? ¿Cuántos sembradíos? ¿Cuántas fábricas? ¿Cuántos comercios? Y por último, la pregunta más inquietante: ¿cuántas centrales nucleares quedarían fuera de control, esparciendo su mortífera contaminación radioactiva por toda la superficie del planeta?

No estamos en contra de la ciencia y la tecnología; mucho menos del progreso. Pero sí de la improvisación, de la falta de visión, de los discursos irresponsables, del populismo, la corrupción, las mafias, el “hagámoslo como sea, que no va a pasar nada”, del “después se verá”. Ya es hora de que los ciudadanos exijamos a nuestros dirigentes cancelar la improvisación y la poca transparencia de sus actuaciones. Si no sacamos experiencias de Japón, si no nos miramos en ese espejo y seguimos como si nada hubiese ocurrido, no es aventurado afirmar que hasta en menos tiempo de lo que cabe pudiéramos asistir a la extinción de la vida humana y de muchas otras especies en la Tierra. “El fin del mundo” no sería esta vez el título de una película o de un libro de género catastrófico. Sería, real, no una ficción.

Sandor Alejandro Gerendas-Kiss